martes, 3 de marzo de 2009

El discreto encanto de las cerezas

Para las lágrimas siempre hay motivos o es fácil inventarlos, porque a menudo no es posible vivir sin que pase nada malo. Lo difícil es saber tomar el sol sintiendo solo la caricia exacta del calor; ser jóven sin devorar un tiempo que ya no volverá de esa forma tan explendente; disfrutar hoy mismo de un cuerpo que ya puede estar amenazado. La alegría espontánea de las mañanas de invierno es un lujo involuntario que solo algunos privilegiados disfrutan. Pero hay otro tipo de felicidad que consiste en el tesoro que se puede coleccionar con las cosas amables de la vida. Epicuro decía que había que llenar la memoria de momentos agradables para que sirvieran de alivio en los que vinieran malos. Hay que hacer un esfuerzo, componer una mirada, porque la memoria es más sensible a la desgracia que a la dicha. Se precisa el mismo tacto que para elegir la buena fruta. Hay que tener paciencia. Hay que ser rápido, hay que tener sensibilidad al color sin dejarse fascinar por la superficie de la piel. Una sonrisa siempre es frágil. Sobre todo porque si persiste en exceso se convierte en un rictus insoportablemente melifluo. Por eso las cerezas solo sonrien y por eso son tan apetitosas todos los veranos.